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La política de los Estados Unidos hacia América Latina y el Caribe ha estado cargada de una gran perversidad
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«El imperialismo necesita asegurar su retaguardia».
Ernesto Che Guevara[1]
La política exterior
norteamericana atraviesa un proceso de evolución y ajuste a las
condiciones cambiantes y particularmente complejas del sistema
internacional de las primeras décadas del siglo veintiuno. Esto se
manifiesta en el debate en curso en los sectores político, militar y
académico de ese país en torno a dos cuestiones claves e
interrelacionadas: la posición presente y futura de los Estados Unidos
dentro la correlación internacional de fuerzas, y el papel que debería
desempeñar en el mundo.[2]
Los Estados Unidos siguen siendo
la única superpotencia mundial, dado que a nivel internacional todavía
no existe un contrapeso efectivo a su superioridad general resultante de
la combinación de sus recursos militares, políticos, ideológicos,
económicos y científico-tecnológicos. Partiendo de esa circunstancia, la
política exterior norteamericana desempeña una doble función: por un
lado, en tanto actividad de un Estado nacional, y al igual que la de
cualquier otro país, busca garantizar los intereses y alcanzar los
objetivos definidos por su clase dominante en el ámbito externo; por el
otro, en tanto actividad del Estado central y más poderoso del sistema
capitalista mundial en su estadio imperialista, tiene la misión
fundamental de preservar, consolidar y ampliar las estructuras
hegemónicas y de dominación propias de dicho sistema y establecidas a
escala planetaria.
Pese a la rapidez con la que, en
términos históricos, han emergido nuevos centros de poder en varias
regiones del mundo, todavía ninguno de ellos puede equipararse con los
Estados Unidos en cuanto a la capacidad para desplegar acciones y
ejercer influencia a escala global, aunque esta supremacía tiene límites
cada vez más visibles y enfrenta la intensificación de desafíos
competitivos por parte de otros actores en determinados ámbitos
geográficos y temáticos. Dentro de las principales potencias, la nación
norteamericana es la única con posibilidades de atender y enfrentar
situaciones complejas y simultáneas en los más recónditos rincones del
planeta[3]
-si bien el resultado de sus políticas y de sus acciones con respecto a
los objetivos pretendidos merecería una valoración aparte y
casuística-. De hecho, grandes potencias como Rusia, China y la India ni
siquiera gozan de una situación consolidada o segura en términos
estratégicos en su propio entorno geográfico e incluso, en importantes
aspectos, son competidoras entre sí. Además, enfrentan problemas y
procesos internos tan o más graves que los de los Estados Unidos y
ninguna de ellas, al menos por el momento, pareciera tener interés en
adoptar una posición abiertamente revisionista o plantear una
alternativa radical respecto a los aspectos esenciales de las
principales instituciones internacionales[4] promovidas y establecidas históricamente bajo el auspicio norteamericano en el período posterior a la Segunda Guerra Mundial.[5]
Lo anterior no significa que la
posición internacional presente y futura de los Estados Unidos no
plantee significativas interrogantes. El debate dentro de su élite[6]
gobernante sobre la conducción estratégica de la política exterior del
país responde en buena medida a una inocultable ansiedad sobre el
futuro, a partir de las crecientes dificultades enfrentadas durante la
última década para alcanzar sus objetivos externos, ya sean de
naturaleza militar, política o económica, así como de la percepción
bastante extendida en cuanto a la manera relativamente rápida en la que
estaría variando la distribución del poder entre las principales
potencias y las distintas regiones del planeta, conformándose lo que
muchos especialistas e instituciones de estudios estratégicos han
descrito como un mundo “postnorteamericano” o “postoccidental”.[7]
En este contexto, se renueva la vieja discusión sobre la “declinación” del poder relativo de los Estados Unidos[8],
fenómeno percibido sobre todo –aunque no únicamente- a partir de la
evolución de determinadas variables económicas, como la tendencia
decreciente de la participación norteamericana en el producto bruto
mundial y ciertas señales hacia una menor utilización del dólar en las
transacciones económicas internacionales. Si a lo anterior se suma la
incapacidad mostrada por el sistema político de ese país durante el
período post bipolar para alcanzar un consenso en materia de política
exterior con un grado de coherencia y consistencia similar al alcanzado
después de la Segunda Guerra Mundial, se hace comprensible entonces que
este sea uno de los temas centrales dentro del debate más amplio sobre
el futuro de la nación que se desarrolla al interior de su élite
dirigente y, particularmente, dentro del sector especializado en los
temas internacionales, ante la visible erosión del diseño estratégico
hegemónico mundial revigorizado durante la pos Guerra Fría.
Al igual que ha ocurrido en el
pasado, los efectos y eventuales resultados que se deriven de este
proceso de reajuste tendrán importantes repercusiones en todo el mundo.
En la actualidad, es probable que los Estados Unidos y China sean las
únicas naciones con capacidad propia suficiente para influir e impactar
en la dinámica de procesos internacionales de manera tan o más intensa
que lo que dichos procesos pueden influir o impactar en la dinámica
interna de sus respectivas sociedades. En cualquier caso, de lo que no
cabe ninguna duda es que las decisiones estratégicas adoptadas por los
Estados Unidos en los planos económico, político o militar suelen tener
implicaciones profundas y duraderas en las regiones del mundoa las que
están destinadas.
En tal sentido, la estrategia
desarrollada por los Estados Unidos hacia América Latina y el Caribe,
sumada a los efectos de los colonialismos y los imperialismos europeos,
ha sido históricamente un factor clave y a menudo determinante del
devenir de las naciones que pertenecen a esta región geográfica, a tal
punto que puede identificarse con seguridad como una de las principales
causas explicativas de la frustración de los ideales y proyectos
unitarios impulsados en su momento por los próceres de la independencia
latinoamericana y caribeña. Como expresara de manera sintética Fidel
Castro, reflejando tal frustración histórica: «Todo nos une más que a
Europa o a los propios Estados Unidos, excepto la falta de independencia
que nos han impuesto durante 200 años.»[9]
Los procesos emancipadores en
nuestra región atraviesan en estos momentos una coyuntura histórica
esperanzadora y cualitativamente diferente a la que prevaleció durante
las últimas décadas del pasado siglo, si bien deben enfrentar
situaciones muy complejas y fuerzas poderosas empeñadas en preservar y
ampliar el alcance del orden neoliberal establecido y arraigado en casi
todo el continente durante los decenios de los ochenta y los noventa. La
resistencia de la Revolución Cubana tras la desaparición de la Unión
Soviética; el auge de los movimientos sociales y las luchas populares y
antineoliberales a lo largo y ancho del subcontinente; el acceso al
gobierno en un número significativo de países de fuerzas políticas
revolucionarias o reformistas orientadas a satisfacer las demandas de
las grandes mayorías históricamente preteridas y a potenciar en lo
externo mayores niveles de autonomía e integración a nivel regional; y
el fracaso del proyecto del Área de Libre Comercio de las Américas
(ALCA) en su modalidad multilateral son algunos de las principales
circunstancias convergentes que han permitido la conformación de esta
nueva situación y han propiciado el desarrollo de procesos
concertacionistas, cooperativos y unitarios de nuevo tipo como la
Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América - Tratado de
Comercio de los Pueblos (ALBA-TCP), así como otros de mayor alcance
geográfico y complejidad política e institucional como la Comunidad de
Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) y la Unión Suramericana de
Naciones (UNASUR).
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Para
lograr igualdad y un tratamiento respetuoso por parte de Estados
Unidos, nuestros países no tienen otro camino que el fortalecimiento de
su propia posición.
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Frente a estos procesos
promisorios se alza el sistema de dominación imperialista de los Estados
Unidos sobre el resto del continente, construido a partir de una
estrategia integral y con un notable nivel de continuidad en lo
esencial, más allá de los cambios y las contradicciones observables en
las políticas, los instrumentos y los recursos discursivos e ideológicos
específicos utilizados por los sucesivos gobiernos norteamericanos a lo
largo de la historia. Se trata de un sistema basado en asimetrías de
poder abismales en las más diversas dimensiones, en mecanismos de
dependencia económica y tecnológica sólidamente establecidos y
reproducibles a una escala ampliada, así como en procesos de
colonización mental y sometimiento ideológico que se imponen mediante la
amplia difusión y el gran poder de seducción del modo de vida y de la
cultura popular de los Estados Unidos en muy amplios segmentos
poblacionales.
La posibilidad de la unión
latinoamericana y caribeña está indisolublemente ligada al
enfrentamiento y al definitivo desmontaje de dicho sistema de
dominación. En tan desafiante y difícil proceso, es fundamental alcanzar
el conocimiento más preciso posible de la estrategia norteamericana
hacia nuestra región, sin simplificaciones y buscando comprenderla en
toda su complejidad.
Retornando a las visiones clásicas: el encuentro entre la teoría leninista del imperialismo y el realismo político
La política exterior, como
actividad inherente a todos los Estados que conforman el sistema
internacional, ha tratado de ser explicada mediante diversos modelos
conceptuales.
A partir de una noción
abarcadora y simple, podría concebirse como «la totalidad del
comportamiento externo de un Estado hacia otros Estados y actores no
estatales».[10]
Por su parte, Roberto González
Gómez, eminente profesor y politólogo cubano, la definía como la
«actividad de un Estado en sus relaciones con otros Estados, en el plano
internacional, buscando la realización de los objetivos exteriores que
determinan los intereses de la clase dominante en un momento o período
determinado».[11]
Subrayaba así el carácter clasista de toda política exterior, aspecto
esencial usualmente omitido en los textos científicos especializados
sobre la política internacional, en los que, aunque con notables
excepciones, existe un dominio abrumador de los enfoques desarrollados
por autores norteamericanos y europeos no marxistas. De esta manera,
identificaba la relación causal más profunda que, en última instancia,
explica la política exterior de los Estados, pero al mismo tiempo
advertía contra la adopción de un enfoque simplificador y mecanicista
que desconociera la mediación de otras variables, al aseverar:
El
marxismo permite, por tanto, una explicación de la política exterior a
través de un enfoque sistémico, que atiende a la totalidad organizada
que representa una formación económico-social, y distingue la acción del
factor determinante de las variables que, sobre esa base, pueden en
determinado momento tener un peso específico decisivo. […] La política
exterior tiene el mismo fundamento que la interior, los intereses de la
clase dominante en el Estado, que se manifiestan en el ámbito
internacional con características esencialmente similares, aunque
ciertamente con las especificidades de este medio, en el que hay que
contar en primer término con la oposición levantada por los intereses de
otras clases dominantes en sus Estados respectivos. La política
exterior resulta, en cierto sentido, una función de la interior, pero
actúa en un medio diferente, el sistema de relaciones internacionales,
caracterizado por la ausencia de una autoridad central por encima de los
Estados, y donde la voluntad de una clase dominante se ve limitada por
fuerzas poderosas. […] En esta interrelación dialéctica entre la
política exterior y la interior, la primera no resulta solo una mecánica
continuación de la segunda, sino que a su vez reacciona sobre ella,
determina en ocasiones, cambios o trasformaciones sustanciales del
proceso político interno. En sentido general, puede afirmarse que en un
mundo interdependiente como el actual, no solo la política exterior que
sigue un Estado, sino la dinámica propia de las relaciones
internacionales repercute con fuerza especial en el interior de cada
Estado, y al propio tiempo, la dinámica interna de algunos Estados de
gran significación, tiene profunda repercusión e influjo en la escena
internacional.[12]
En el camino hacia esa visión
sistémica es imprescindible tener en cuenta y profundizar en los aportes
provenientes de varios autores que, aunque desconocen la esencia
clasista de la política exterior, han contribuido decisivamente en el
desarrollo teórico de la disciplina de las relaciones internacionales,
sobre todo en los campos más específicos de la política internacional y
de la política exterior de los Estados. La incorporación de estos
aportes dentro de una cosmovisión marxista parecería fundamental para el
ulterior avance de las relaciones internacionales como disciplina
científica y para potenciar la capacidad explicativa de los modelos
conceptuales propios de la misma. Además, de manera específica, tal
postura ecléctica sería particularmente relevante para lograr una mejor
comprensión de la política exterior norteamericana. Sin pretender aquí
una relación exhaustiva, que sería excesivamente extensa, en este
proceso habría que considerar a autores como Hans J. Morgenthau, Karl W.
Deutsch, Kenneth N. Waltz, Robert O. Keohane, Stanley Hoffmann, Joseph
S. Nye, Samuel P. Huntington, John J. Mearsheimer, y James N. Rosenau.[13]
En tal sentido, el propio Roberto González, en un ensayo publicado en 1993[14],
expuso la necesidad de intentar la elaboración de un nuevo paradigma
interpretativo de las relaciones internacionales que permitiera
enfrentar el dominio casi absoluto ejercido en esta disciplina por las
concepciones y escuelas de pensamiento provenientes de los principales
centros de poder. Para ello, sugería integrar los mejores aportes de los
paradigmas realista, idealista e interdependentista[15],
al tiempo que reivindicaba la vigencia del enfoque marxista y de la
teoría de la dependencia en el estudio del fenómeno del imperialismo,
cuya sola enunciación en el discurso político y la reflexión académica,
en aquellos años de ensueño para los promotores del dogma neoliberal,
solía ser considerado como un anacronismo.
Esta propuesta planteaba
entonces y sigue planteando en la actualidad un enorme desafío
intelectual, en la medida en que los paradigmas teóricos, en cualquier
disciplina, son presupuestos o postulados fundamentales con los que se
pretende simplificar una realidad compleja con el objetivo de
explicarla, y al constituir conjuntos o sistemas de creencias armónicos y
autosuficientes, resulta extremadamente difícil, por no decir
imposible, separar o tomar elementos de cada uno de ellos para
integrarlos en una especie de superparadigma que permita dar cuenta de
las respectivas limitaciones o insuficiencias que presentan sus
distintas fuentes teóricas por separado.
Sin embargo, sí parecería
posible y conveniente trabajar en la identificación de puntos de
contacto y de la posible complementariedad entre la teoría marxista del
imperialismo, particularmente en su versión leninista, y la teoría
realista de la política internacional, especialmente en su desarrollo
neorrealista, para avanzar en la investigación de la política exterior
de los estados. Incluso eventualmente se podría aspirar a lograr una
síntesis teórica entre ambas corrientes de pensamiento, dado que una vez
superada la falta de reconocimiento del carácter esencialmente clasista
de la política exterior de los Estados -propia del realismo-, sus
principales elaboraciones teóricas pudieran ser armonizables con una
cosmovisión marxista de la política internacional.
Un esfuerzo de ese tipo podría
ser particularmente relevante para el estudio riguroso de la política de
Estados Unidos hacia América Latina y el Caribe.
La teoría leninista del
imperialismo sigue siendo una base indispensable para la comprensión de
la política exterior de cualquier estado imperialista. Sus definiciones
en torno a que al imperialismo le «es sustancial la rivalidad de varias
grandes potencias en sus aspiraciones a la hegemonía»[16]
y el reparto económico y político del mundo en esferas de influencia
fundamentado en la fuerza económica general, financiera y militar de
quienes participan en ese reparto[17],
lo que genera «formas variadas de países dependientes que desde un
punto de vista formal gozan de independencia política, pero que en
realidad se hallan envueltos en las redes de la dependencia financiera y
diplomática»[18] y «pasan a ser eslabones en la cadena de operaciones del capital financiero mundial»[19];
así como sus nociones sobre la correlación internacional de fuerzas y
su naturaleza cambiante, como resultado del desarrollo desigual entre
los distintos países, incluidos los más poderosos[20],
de que «la 'unión personal' de los bancos y la industria se completa
con la 'unión personal' de unas y otras sociedades con el gobierno[21]; y de que el imperialismo «en el aspecto político es, en general, una tendencia a la violencia y a la reacción»[22],
mantienen, en lo esencial, una extraordinaria vigencia y resultan
plenamente aplicables al estudio de la política exterior contemporánea
de los Estados Unidos.
Pero si bien la teoría leninista
del imperialismo establece un marco conceptual básico y general, no es
suficiente para el estudio especializado de la política exterior de los
estados, sobre todo para comprender o interpretar sus variaciones en el
tiempo, entre otras razones, porque este fenómeno no era su centro de
atención específico.
De ahí la necesidad de que los
investigadores marxistas, al intentar explicar y pronosticar un fenómeno
tan complejo como la política exterior norteamericana, incorporen y se
apropien de aquellos aportes valiosos provenientes de otras escuelas de
pensamiento existentes en los campos de la política internacional y de
la política exterior, particularmente del realismo político y en
especial, dentro de este, de su desarrollo neorrealista. La preferencia
por la perspectiva realista, en lugar de otras, obedece a que sus
mejores exponentes son los que han logrado desarrollar un aparato
conceptual más sofisticado y adecuado para el estudio de la política
exterior de las grandes potencias, en general, y la de los Estados
Unidos, en particular.
Desde posiciones de izquierda ha
prevalecido una postura de desencuentro y rechazo hacia el realismo
político, a partir de que las elaboraciones teóricas procedentes de esta
escuela de pensamiento históricamente han tendido a legitimar la
estrategia de supremacía global desarrollada por los Estados Unidos
después de la Segunda Guerra Mundial. Es preciso reconocer, sin embargo,
que en ocasiones tal actitud ha sido reforzada por el desconocimiento o
por una lectura muy parcial o sesgada de las principales obras del
realismo[23],
además de que tampoco se suele tomar en cuenta la diversidad de
posiciones políticas e ideológicas existentes en su interior.
Obviamente, todo investigador de la escuela realista tiene como centro
de atención la política exterior del estado al que sirve –usualmente una
gran potencia-, y busca orientarla según lo que considera como sus
mejores intereses y de acuerdo a los valores políticos e ideológicos que
defiende y representa. Pero, teniendo conciencia de lo anterior, es
necesario también reconocer que el realismo ha desarrollado todo un
cuerpo teórico especializado en los campos de la política internacional y
de la política exterior que no tiene alternativas a su misma altura, y
que puede ser apropiado desde la perspectiva y en función de los
intereses y proyectos políticos de los países «periféricos».
Además, debe tenerse presente
que una buena parte de las críticas más demoledoras y mejor argumentadas
contra las concepciones mesiánicas y relativas al «excepcionalismo
norteamericano» -que tanto peso han tenido en la legitimación del
expansionismo y el intervencionismo de la política exterior de los
Estados Unidos a lo largo de la historia- han provenido precisamente de
teóricos realistas. Esto se comprende mejor si se examina uno los
principales postulados de esta corriente de pensamiento, expuesto por
Hans Morgenthau y, con seguridad, totalmente desconocido porun
presidente como George W. Bush:
El
realismo político se niega a identificar las aspiraciones morales de
una nación en particular con los preceptos morales que gobiernan el
universo. Del mismo modo que establece la diferencia entre verdad y
opinión, también discierne entre verdad e idolatría. Todas las naciones
se sienten tentadas –y pocas han sido capaces de resistir la tentación
durante mucho tiempo- de encubrir sus propios actos y aspiraciones con
los propósitos morales universales. Una cosa es saber que las naciones
están sujetas a la ley moral y otra muy distinta pretender saber qué es
el bien y el mal en las relaciones entre las naciones. Hay una enorme
diferencia entre la creencia de que todas las naciones se someten al
inescrutable juicio de Dios y la convicción blasfema de que Dios siempre
está del lado de uno y de que los deseos propios coinciden exactamente
con los deseos de Dios.[24]
Por su parte, en una entrevista
concedida en febrero de 2003, Kenneth Waltz, teórico fundador de la
corriente neorrealista, refutó duramente toda la argumentación que
propagaba entonces el gobierno norteamericano para justificar la
invasión a Irak, e interrogado sobre cuál sería el mayor peligro
derivado de la enormidad del poder unipolar de los Estados Unidos, según
se apreciaba en ese momento, hizo la siguiente reflexión, que vale la
pena reproducir in extenso:
El
mayor peligro fue muy bien descrito por un clérigo francés, fallecido
en 1713, que fue también un consejero de los gobernantes, quien dijo:
nunca he conocido un país con un poder abrumador que haya actuado con
autocontrol y moderación por más que un corto período de tiempo. Y hemos
visto esto una y otra vez. Ello ilustra bien cómo los Estados no logran
aprender de la historia, de las experiencias de otros países. Una y
otra vez, los países que disponen de un poder abrumador, como ahora
disponemos nosotros, han abusado de su poder. La característica
fundamental de un mundo unipolar es que no existen equilibrios y
contrapesos contra ese poder, y por eso es libre de actuar a su gusto.
Al existir restricciones externas muy menores y débiles, todo depende de
la política interna del país en cuestión. Ahora, es posible, por
supuesto, imaginar que la política interna pueda ser una restricción. Se
supone que los equilibrios y contrapesos funcionan en los Estados
Unidos; es algo arraigado en nuestro pensamiento. Pero, en realidad, no
funcionan muy bien o, al menos en mi opinión, no están funcionando muy
bien. Ellos no colocan restricciones efectivas a lo que el gobierno
puede hacer en el exterior. No colocan restricciones efectivas sobre
cuánto gastamos en nuestras fuerzas armadas. [...] ¿Para qué queremos
toda esa fuerza militar? Otros países están obligados a hacer esa
pregunta. Ellos efectivamente hacen esa pregunta. Y ellos se preocupan
sobre eso porque se puede abusar del poder muy fácilmente. [...] Al
final, el poder equilibrará al poder, y no hay ninguna duda de que los
chinos están muy incómodos con el grado con el que los Estados Unidos
dominan el mundo militarmente. Con esto no quiero dar a entender que
esto no molesta a otros países también. Pero China, si mantiene su
cohesión política, sus capacidades políticas, tendrá a su debido tiempo
los medios económicos y tecnológicos para competir.[25]
Más recientemente, el profesor
norteamericano Stephen M. Walt se ha consolidado como uno de los
intelectuales más interesantes y audaces dentro del sector académico
especializado en las relaciones internacionales, con agudas críticas
sobre la ideología neoconservadora e intervencionista, y desmitificando
el «excepcionalismo norteamericano» y varios de los principales
convencionalismos de la política exterior de los Estados Unidos.[26]
Por otro lado, parecería
alcanzable una superación del realismo político en cuanto a su negación o
desconocimiento de la esencia clasista de la política exterior de los
Estados, que es su principal insuficiencia, por la vía de su integración
dentro de una cosmovisión marxista, de modo general, y leninista, de
manera particular, en lo que tiene que ver con las interacciones entre
los Estados en las condiciones del imperialismo.
El carácter aclasista del
realismo se manifiesta especialmente en conceptos claves como el del
«interés nacional», la «seguridad nacional» y el Estado, entendido este
último como un actor racional y unitario. Sin embargo, se debe reconocer
que en los tres casos se trata de nociones consagradas por su amplio
uso en la teoría de la política internacional y que resultan útiles y
válidas siempre que se tenga claridad de que constituyen abstracciones
cuyas definiciones histórico-concretas son impuestas a toda la sociedad
por la clase dominante.
Los puntos de contacto entre la
teoría leninista del imperialismo y el realismo son notables. Ambas
perspectivas, al analizar la política internacional, son
estado-céntricas[27]
y le conceden la debida importancia a la correlación internacional de
fuerzas (o distribución relativa del poder) entre las principales
potencias, así como a los condicionamientos, presiones y restricciones
que esto impone a la política exterior de los Estados y a las
interacciones entre ellos.
Las respectivas visiones
leninista y realista de la política internacional parten de un tronco
común, la venerable tradición clásica que hunde sus antecedentes en la
Antigüedad, con Sun Tzu, Tucídides y Cautilya, pasando posteriormente
por Maquiavelo, Hobbes y Clausewitz, en un permanente contrapunteo con
la tradición idealista -también muy respetable-, que ha sido una marca
distintiva de la historia del pensamiento político internacional.
El realismo político es evidente
en las concepciones de Lenin sobre el papel del Estado, así como en su
visión sobre las relaciones internacionales de la época y en las muy
duras decisiones que debió tomar como estadista. Por otro lado, el poder
predictivo de su teoría sobre el imperialismo se reveló de manera
impresionante y particularmente trágica con el advenimiento de la
Segunda Guerra Mundial. El hecho de que la configuración bipolar del
sistema internacional prevaleciente durante la Guerra Fría y, sobre
todo, el apocalíptico poder destructivo de las nuevas armas nucleares
hayan prevenido la ocurrencia de un nuevo conflicto bélico directo y
masivo entre las principales potencias, no invalida la convicción
leninista en cuanto a la inevitabilidad de las pugnas y la competencia
entre las principales potencias imperialistas, expresadas ahora en
dimensiones y contextos no bélicos. Y si bien dichas rivalidades no
prevalecieron sobre los elementos de cooperación inter-imperialista
durante la Guerra Fría, ni tampoco lo han hecho en el período de
supremacía norteamericana que le ha sucedido, la eventual conformación
de un sistema multipolar a mediano y largo plazos podría generar
condiciones que estimulen una dinámica esencialmente diferente, con
predominio del conflicto entre las principales potencias.
Por
otra parte, no fue algo casual que Kenneth Waltz, en su obra fundadora
del neorrealismo, haya dedicado un importante espacio a las teorías del
imperialismo de Hobson y de Lenin. Aunque su intención haya sido
invalidar sus respectivas concepciones como teorías de la política
internacional[28],
es elocuente el hecho de que haya partido de ellos, así como de otros
autores posteriores con formación o influencia marxista, para exponer su
propia teoría.
Un proceso de acercamiento y
complementariedad entre la teoría leninista del imperialismo (en
particular la visión de la política internacional que de ella se
deriva), y el aparato conceptual del realismo, tendría implicaciones
prácticas de gran importancia para el estudio de la política
norteamericana hacia América Latina y el Caribe. Podría ser muy útil,
por ejemplo, para resistir la fuerte tentación de atribuir un carácter
especialmente perverso a la élite dirigente de los Estados Unidos y a
sus motivaciones de política exterior, y a personificar dicha política
en sus presidentes, sea este un George W. Bush o un Barack Obama, lo que
conduce a descuidar o desviar la atención de los factores esenciales y
sistémicos que determinan la proyección imperialista de ese Estado. De
esta forma, además, honraríamos la conocida sentencia martiana: «Es
preciso que se sepa en nuestra América la verdad de los Estados Unidos.
Ni se debe exagerar sus faltas de propósito, por el prurito de negarles
toda virtud, ni se ha de esconder sus faltas, o pregonarlas como
virtudes».[29]
Sin dudas la política de los
Estados Unidos hacia América Latina y el Caribe ha estado cargada de una
gran perversidad, que ha causado cientos de miles de víctimas directas y
posiblemente millones de víctimas indirectas.[30] Y,
más allá de esta región, se trata del único Estado que ha utilizado la
bomba atómica premeditadamente contra la población civil en grandes
centros urbanos. Pero si, en lugar de los Estados Unidos, los
latinoamericanos y caribeños hubieran tenido en el norte otra nación con
un poder enorme sin contrapeso, probablemente la política de dicha
potencia hacia los países situados al sur de su frontera no hubiera sido
muy diferente. Obviamente, esta es una conjetura hipotética imposible
de demostrar empíricamente de manera directa, pero la historia ofrece
importantes pistas en ese sentido. No debe olvidarse, por ejemplo, el
origen francés de los métodos de represión y tortura aplicados de manera
tan profusa en un significativo número de países latinoamericanos y
caribeños, así como el amplio expediente histórico de crímenes y
atrocidades cometidos en todo el mundo y en diferentes momentos
históricos por el imperialismo inglés, el francés, el alemán y el
japonés, entre otros.[31]
En nuestros días, la similitud entre las respectivas políticas
exteriores de las potencias centrales se observa de manera notable en la
alianza tácita entre los Estados Unidos y sus aliados de la
Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) con respecto a la
mayor parte de los asuntos estratégicos que tienen que ver con América
Latina y el Caribe.
Tanto la teoría leninista del
imperialismo como el realismo enfatizan los condicionamientos sistémicos
de la política exterior de los Estados, lo cual muchas veces es obviado
o relegado por los analistas y los comentaristas de temas
internacionales.
Tal falencia, por ejemplo, se
manifiesta de manera intensa en vísperas de las elecciones
presidenciales norteamericanas, en la extendida ansiedad con la que en
todo el mundo y en los países latinoamericanos y caribeños, en
particular, muchos dirigentes políticos, funcionarios gubernamentales,
analistas y el público en general aguardan los resultados de dichos
comicios, con la esperanza o el deseo de que triunfe la figura que
supuestamente, en lo internacional, será más dialogante, cooperativa y
multilateralista, condiciones usualmente asociadas al candidato
demócrata. Pareciera así que se parte de la premisa de que es posible un
cambio esencial o fundamental, en un sentido positivo, de la política
hacia América Latina y el Caribe, aunque no cambien las condicionantes
sistémicas derivadas de la naturaleza imperialista del Estado
norteamericano y de la correlación internacional de fuerzas existente.
Este planteamiento en modo
alguno implica una negación de las apreciables diferencias que han
existido entre los sucesivos dirigentes, estrategas, ideólogos, fuerzas
políticas y grupos de poder que han prevalecido en la conducción de la
política exterior de los Estados Unidos en los sucesivos ciclos
históricos, ni que esas diferencias no tengan importancia. Dentro del
marco general de la misma estrategia imperialista, para América Latina y
el Caribe no significó lo mismo la política desarrollada durante el
gobierno de Woodrow Wilson que la desarrollada durante el gobierno de
Franklin Delano Roosevelt, ambos demócratas, así como no fueron tampoco
iguales los presupuestos ideológicos y la política desarrollada por el
gobierno demócrata de James Carter que los del gobierno republicano de
Ronald Reagan. Las decisiones tomadas o dejadas de tomar por los
presidentes y otras autoridades norteamericanas pueden determinar el
curso de los acontecimientos de manera decisiva, con implicaciones
prácticas que se pueden medir incluso en términos de innumerables vidas
humanas perdidas o gravemente afectadas. Estas decisiones, a su vez,
están condicionadas por los respectivos sistemas de creencias, valores y
visiones del mundo (y del papel de los Estados Unidos en el mismo)
sustentados por estos dirigentes y funcionarios.
Uno de los presupuestos
fundamentales que se puede compartir tanto desde un enfoque marxista
como de uno realista es que la política de los Estados Unidos hacia
América Latina y el Caribe ha estado históricamente condicionada, de
manera decisiva, por las enormes diferencias de poder (considerado este
en sus múltiples dimensiones) existentes entre ambas partes.
Este aspecto ha sido enfatizado
por un gran número de autores, entre los cuales merecen destacarse el
británico Gordon Connell-Smith, el norteamericano Lars Schoultz y el
brasileño Samuel Pinheiro Guimarães, en todos los casos con obras que ya
constituyen verdaderos clásicos y que contienen otras aportaciones
conceptuales de gran relevancia para la conformación de un marco
explicativo más acabado de la política latinoamericana y caribeña de los
Estados Unidos.[32]
Así, para el británico Gordon
Connell-Smith: «Por encima de todo, lo que diferencia a los Estados
Unidos de la América Latina es la desigualdad de poder que hay entre
ambos. Los Estados Unidos siempre han sido incomparablemente más
poderosos que cualquiera de las demás naciones de América. […] Esta
posición dominante de los Estados Unidos […] es el factor determinante
en las relaciones interamericanas».[33]
Pero más allá de las obvias
asimetrías en cuanto al poderío de ambas partes, existen otros factores
de gran importancia que deben ser considerados para poder explicar el
devenir de la política norteamericana hacia la región en sus
continuidades, variaciones, ciclos y contradicciones. En primer lugar,
habría que tener en cuenta sus motivaciones, conformadas por el conjunto
de intereses militares, políticos y económicos con respecto a nuestra
región, según han sido definidos en cada momento por la élite dirigente
de ese país, mediante un complejo proceso de interpretación y
representación de los intereses y objetivos de la clase dominante, pero
que son presentados como demandas imperativas de la sociedad
norteamericana en su conjunto y de sus aliados externos mediante las
prácticas doctrinarias y discursivas, y los sofisticados mecanismos
comunicacionales y de influencia ideológica al servicio del sistema de
dominación.
Otros factores a considerar son
la cultura política prevaleciente en la sociedad norteamericana en cada
período histórico y, en ese contexto, las visiones ideológicas y otros
rasgos característicos de sus dirigentes en la conducción de los asuntos
internacionales, los cuales resultan particularmente relevantes para
explicar las variaciones identificables en diferentes ciclos y
coyunturas políticas, fundamentalmente en cuanto a los métodos, los
instrumentos y los estilos empleados dentro de un mismo proyecto
hegemónico perdurable en el tiempo. Al respecto, el profesor e
investigador cubano Jorge Hernández Martínez, en una investigación
publicada en 1989, dedicaba especial atención a los enfoques ideológicos
de la política latinoamericana de los Estados Unidos, advirtiendo sobre
la existencia de una continuidad básica -dada por el hegemonismo
imperialista- que, en lugar de excluir reajustes y cambios de matices en
dichos enfoques a lo largo del tiempo, los presuponía.[34]
Por último, y no por ello es un
factor menos importante, siempre debe tenerse en cuanta el impacto
derivado de las actuaciones de los diversos actores y movimientos
políticos y sociales de América Latina y el Caribe, que no han sido
receptores pasivos en su relación con los Estados Unidos sino
protagonistas decisivos en los sucesivos ciclos de sometimiento,
subordinación, cooperación, conflicto, resistencias y luchas
emancipadoras.
Sin embargo, pese a esa
diversidad de factores, en la base de todo siempre ha estado presente la
extrema desigualdad en términos de poder existente entre los Estados
Unidos y las naciones latinoamericanas y caribeñas, que ha sido así la
variable causal fundamental sin la cual no podría explicarse el rasgo
más notable y duradero de la política exterior norteamericana desde su
surgimiento como tal: la vocación de superioridad y eventualmente de
dominación hegemónica sobre dichas naciones. Por supuesto, tal rasgo
transitó por fases históricas cualitativamente muy diferentes,
determinadas por la correlación internacional de fuerzas existentes en
cada momento. De una nación relativamente débil frente a las grandes
potencias europeas del siglo diecinueve, a finales de esa propia
centuria los Estados Unidos ya estuvieron en condiciones de derrotar y
reemplazar a la decadente España y, luego de la Segunda Guerra Mundial,
pudieron plantearse una estrategia de hegemonía exclusiva a nivel
continental, como prerrequisito indispensable de un proyecto más amplio
de supremacía universal.
El académico norteamericano Lars
Schoultz tiene el indudable mérito de haber sido capaz de ir más allá
de una respuesta simple a la interrogante sobre el factor determinante
de la política de los Estados Unidos hacia América Latina, mediante una
reflexión crítica que pone al descubierto el componente
esencial -situado en el ámbito del pensamiento de la clase dirigente de
ese país- que subyace tras esa política, le confiere singularidad y
unidad, y actúa como impedimento, desde el lado norteamericano, para la
adopción de una postura de respeto mutuo hacia sus vecinos del sur:
La
progresiva creencia de que la búsqueda del interés propio requiere
esfuerzos siempre crecientes para influir en la conducta de un pueblo
más débil –«desbordamiento hegemónico»– es común entre las grandes
potencias, pero su completo significado en las relaciones entre los
Estados Unidos y América Latina estuvo enmascarado hasta fecha reciente
por el imperativo de la Guerra Fría de excluir a la Unión Soviética del
hemisferio occidental. Pero cuando la Unión Soviética desapareció y los
intereses de seguridad de los Estados Unidos ya no requerían del mismo
nivel de dominación, Washington identificó nuevos problemas –abarcando
desde el tráfico de drogas hasta las dictaduras y la mala administración
financiera- y actuó para aumentar[35]
su control sobre América Latina. [...] Por aproximadamente dos siglos,
la política norteamericana invariablemente ha tenido la intención de
servir a los intereses de los Estados Unidos –intereses de diferente
manera relacionados con la seguridad de la nación, nuestra política
interna o nuestro desarrollo económico-. En la medida en que los
desafíos a esos intereses varían, la política de los Estados Unidos se
ajusta para enfrentarlos. Lo que permanece inalterable son los
intereses. Aunque estos tres intereses son cruciales en cualquier
explicación de la política de los Estados Unidos hacia América Latina,
aún falta algo para alcanzar una explicación completa. Lo que subyace
tras esos tres intereses es una creencia dominante de que los
latinoamericanos constituyen una rama inferior de las especies humanas.
[...] La creencia en la inferioridad latinoamericana es el núcleo
esencial de la política de los Estados Unidos hacia América Latina, pues
ella determina las medidas concretas que adoptan para proteger sus
intereses en la región.
[36]
Finalmente, en la conformación
de un marco conceptual sobre la política exterior de los Estados en el
que confluyan el marxismo y el realismo, habría que recuperar la
importante contribución realizada por el ex diplomático brasileño Samuel
Pinheiro Guimarães[37]
con relación al tema de la hegemonía en las relaciones internacionales,
de manera general, y en su aplicación en la política de los Estados
Unidos hacia América Latina y el Caribe, en particular, en un libro
excepcional y lamentablemente poco conocido en los países
latinoamericanos hispanohablantes. En este sentido, sus elaboraciones en
torno al concepto clave de «estructura hegemónica» -en su opinión,
preferible al de «Estado hegemónico» resulta de gran utilidad para
matizar en su justa medida una (correcta) visión estado-céntrica de la
política internacional y, con relación al tema que nos ocupa, permite
ubicar y comprender la funcionalidad de la política exterior
norteamericana como instrumento dentro un sistema de dominación más
amplio, pero sin que ello conduzca a desdibujar la identidad de los
Estados Unidos como Estado nacional y actor más poderoso del sistema
internacional, con intereses específicos propios.
Consideramos
el concepto de estructura hegemónica como más apropiado para abarcar
los complejos mecanismos de dominación. El concepto de «estructuras
hegemónicas de poder» evita discutir sobre la existencia (o no), en el
mundo de la pos Guerra Fría, de una potencia hegemónica, los Estados
Unidos, y determinar si el mundo es unipolar o multipolar, si existe un
condominio (o no). El concepto de «estructura hegemónica» es más
flexible e incluye vínculos de interés y de derecho, organizaciones
internacionales, múltiples actores públicos y privados, la posibilidad
de incorporación de nuevos participantes y la elaboración permanente de
normas de conducta; pero, en la esencia de esas estructuras, están
siempre los Estados nacionales.[38]
De esta manera, siguiendo el
razonamiento del distinguido diplomático y estudioso brasileño, las
estructuras hegemónicas desarrollan estrategias de preservación y
expansión de su poder en los ámbitos económico, tecnológico, político,
militar e ideológico. También es preciso tener presente que el liderazgo
de las mismas varía de acuerdo al espacio geográfico, el momento y el
tema en cuestión.
En cuanto a la ubicación y el
papel específico de los Estados Unidos en el sistema de dominación
mundial, Pinheiro Guimarães apuntó:
En
el centro de las estructuras hegemónicas se encuentran las grandes
potencias y, dentro de ellas, la superpotencia –los Estados Unidos de
América-, el único Estado con intereses económicos, políticos y
militares en todas las áreas de la superficie terrestre, en la atmósfera
y hasta en el espacio sideral, y el gran responsable por la creación de
las estructuras hegemónicas que lideran. Así, el examen de los
objetivos de la política exterior norteamericana desde la última
posguerra es esencial para comprender el escenario internacional, la
evolución de las grandes tendencias y la acción de las estructuras
hegemónicas.[39]
A modo de conclusión parcial, la
anterior exposición ha buscado sugerir que el avance hacia un encuentro
conceptual entre la visión leninista de la política internacional y los
sucesivos desarrollos teóricos del realismo, así como la incorporación
de los importantes aportes conceptuales de otros autores anteriormente
referidos, podría conducir a la conformación de un marco explicativo que
contribuya a que tanto los estudios sobre la política de los Estados
Unidos hacia América Latina y el Caribe como los proyectos políticos en
el orden práctico para enfrentar la hegemonía norteamericana se doten de
un mayor rigor teórico y científico. También sería más nítida la
comprensión de que la política exterior de los Estados Unidos es la
política propia de un Estado imperialista y de una gran potencia (en
este caso de una superpotencia global que todavía no enfrenta un
contrapeso efectivo, lo que agrava las cosas), y que siempre debería
esperarse que sea esa y no otra. Por tanto, mientras no concurran
transformaciones fundamentales de las condicionantes sistémicas de esta
política -dadas por el carácter imperialista del Estado norteamericano y
una correlación internacional de fuerzas en la que los Estados Unidos
siguen gozando de una condición de supremacía-, solo es previsible que
se manifieste de manera cooperativa o moderada frente a dos tipos de
Estados: aquellos que se le someten o aquellos que logran desarrollar un
poder disuasivo suficiente para preservar su seguridad y su soberanía, a
partir tanto de fuerzas y recursos propios como de los que puedan
adquirirse mediante alianzas y coaliciones externas.
América Latina y el Caribe en la estrategia global de los Estados Unidos
Con posterioridad a la Segunda
Guerra Mundial, la estrategia de política exterior desarrollada por los
sucesivos gobiernos norteamericanos ha tendido a ser la expresión del
consenso entre los principales sectores y grupos de poder existentes al
interior de la clase dominante de ese país. Es importante subrayar, sin
embargo, que esto nunca ha sido sinónimo de unanimidad de criterios. Por
el contrario, incluso en los períodos en que tal consenso ha sido más
sólido, siempre ha existido un debate sobre el curso a seguir por la
nación norteña en sus asuntos externos, a partir de la variedad de
intereses, percepciones y corrientes de pensamiento existentes al
interior de la élite dirigente y, particularmente, dentro del sector
involucrado y especializado en la conformación de la política exterior
del país.[40]
Incluso, este consenso ha sufrido situaciones de crisis y de quiebre,
como ocurrió durante la guerra de Vietnam, así como períodos
relativamente prolongados de indefinición, como sucedió en el período
comprendido entre el fin de la bipolaridad y los sucesos del 11 de
septiembre del 2001, y que en buena medida parece ser también la
situación presente.
Pero si bien es necesario tener
presente las anteriores matizaciones, resulta indudable que la
estrategia de política exterior desarrollada por los Estados Unidos
después de la Segunda Guerra Mundial ha tendido a ser bipartidista y
consistente en cuanto a su esencia imperialista y su pretensión de
supremacía global.
El surgimiento de tal aspiración
fue un efecto bastante lógico de la situación tan ventajosa en la que
se encontraron los Estados Unidos al concluir la contienda bélica, que
devastó a las restantes grandes potencias de la época. Sin embargo, esta
privilegiada posición se vio significativamente relativizada por la
rápida emergencia de una superpotencia nuclear rival. Más de cuatro
décadas después, el fin de la Guerra Fría pareció hacer viable
nuevamente un proyecto hegemónico de alcance mundial, al presentarse una
coyuntura caracterizada por un comentarista neoconservador como un
“momento unipolar”[41].
Desde ese momento y hasta nuestros días, la estrategia de los Estados
Unidos se ha dirigido, con resultados cada vez más dudosos, a perpetuar
una condición de supremacía global, objetivo que sigue siendo proclamado
como la doctrina oficial de su gobierno.
En este punto conviene recordar
que en 1992 fue filtrado a la prensa un documento del Departamento de
Defensa norteamericano que planteaba descarnadamente el objetivo de
impedir, por todos los medios posibles, la emergencia de alguna nación o
grupo de naciones con la aspiración de desafiar el «liderazgo» militar y
económico de los Estados Unidos. Fragmentos del plan fueron filtrados
al diario The New York Times, suscitando una andanada de reacciones
negativas en el Congreso y de algunos funcionarios de la propia
administración, así como de gobiernos extranjeros. Según trascendió en
su momento, el documento fue revisado y el texto definitivo incorporó
cambios en su lenguaje, adoptando un tono menos agresivo y un enfoque
más multilateralista. En esencia, se sustituyó el lenguaje crudo y
directo inicial por formulaciones eufemísticas.[42] Sin
embargo, la evidencia empírica desde inicios de la década de los
noventa del pasado siglo hasta la actualidad, así como el examen del
contenido de los propios documentos estratégicos y del discurso oficial
evidencian que esa aspiración a la supremacía perpetua ha seguido siendo
el principio rector de la política exterior norteamericana.[43]
El lugar que ocupa la región de
América Latina y el Caribe dentro de este diseño estratégico de alcance
mundial es un asunto que suscita un intenso debate de ideas. La
importancia de esta polémica no se limita al campo académico, sino que
tiene una gran relevancia para la acción política práctica de los
gobiernos y los diversos actores políticos y sociales de la región, dado
que tal acción en buena medida se orientará a partir del diagnóstico
que se haga sobre el tema en cuestión.
En los extremos de este debate
se sitúan, por un lado, aquellos que minimizan la importancia que
tendría la región dentro de la política externa norteamericana y, por el
otro, los que sostienen que la misma tiene un valor de primer orden
dentro de la estrategia de perpetuación de la supremacía global de los
Estados Unidos. Esta divergencia pudiera responder a una diversidad de
factores, comenzando por la pluralidad de marcos teóricos y de
perspectivas analíticas inherente a toda comunidad de investigadores y
especialistas en las ciencias sociales. En ocasiones, sin embargo, es la
expresión del enfrentamiento entre proyectos políticos e ideológicos
irreconciliables, lo que imposibilita de entrada alcanzar cualquier
consenso.[44]
En las manifestaciones de esta
discusión en los medios académicos suele confundirse la importancia
estratégica de América Latina para los Estados Unidos, que tiene un
carácter permanente o duradero en términos históricos, con su nivel de
prioridad en la conducción de la política exterior norteamericana, que
por definición es un rasgo coyuntural.
La importancia estratégica de un
país, región o tema dentro de la política exterior de un Estado tiene
que ver con el valor o la significación que este le asigna a dicho país,
región o tema dentro de su planificación estratégica para la
consecución de sus metas y objetivos a largo plazo en el plano
internacional. Por su parte, las prioridades de la política exterior se
refieren al orden de precedencia y a la correspondiente asignación de
recursos con los que un Estado ejecuta sus acciones de política exterior
en un momento o período determinados. Es decir, cuál asunto debe ser
atendido primero y cuál después, cuántos recursos se asignarían a cada
uno y de qué manera en un momento dado. Así, un asunto de gran
importancia estratégica podría no ser prioritario en el corto o mediano
plazo, por encontrarse relativamente asegurado y no requerir de una
mayor atención o asignación de recursos. De la misma manera, suele
ocurrir que un país, región o tema que en sí mismos no tienen una
importancia estratégica de primer orden, a partir de determinados
eventos o coyunturas adquieren súbitamente la máxima atención de los
dirigentes y una mayor asignación de recursos en la política exterior de
un Estado, al entrar en juego otras cuestiones como la autoridad y el
prestigio internacional, o debido a presiones provenientes de otros
Estados (aliados o enemigos), de la política doméstica, o de ambos.[45]
El nivel de actividad de la
política exterior norteamericana en cada momento y región del mundo está
relacionado, sobre todo, con el grado en que sus intereses estratégicos
estén siendo desafiados efectivamente por otros actores en cada zona
geográfica. Resulta natural entonces que regiones como el Este de Asia,
el Medio Oriente y Europa oriental, escenarios de una creciente
competitividad entre las grandes potencias, demanden un nivel de
actividad -expresado particularmente en términos de presencia militar y
diplomática- mucho mayor que el dedicado a otras regiones del mundo
percibidas como relativamente seguras.
A pesar de los importantes
cambios y acontecimientos ocurridos en América Latina y el Caribe a
partir de la Revolución Cubana y, posteriormente, durante el nuevo ciclo
emancipador iniciado con la primera victoria electoral de Hugo Chávez
en diciembre de 1998, la región ha seguido siendo considerada como una
zona geográfica relativamente segura por parte de los planificadores
estratégicos norteamericanos, a partir de la percepción de que en ella
no se presentan en la actualidad amenazas a los intereses vitales de los
Estados Unidos.[46] Aquí radica, posiblemente, la causa principal de su aparente baja prioridad en la política exterior de ese país.
A partir de la indebida
identificación entre lo que es importante y lo que es prioritario, suele
ocurrir que para medir la importancia asignada por los Estados Unidos a
América Latina y el Caribe solo se tomen en cuenta las declaraciones,
acciones o el intercambio de visitas al más alto nivel del gobierno
norteamericano de turno (o, más bien, la carencia de ellas y la
generalizada ignorancia sobre nuestra región demostrada una y otra vez
por sus más altas autoridades)[47], como evidencias para sostener que los Estados Unidos “olvidan” o “descuidan” a América Latina y el Caribe[48].
En la base de este enfoque hay una falta de distinción entre la
actividad política y diplomática más visible y pública, pero
esencialmente episódica, desarrollada por las principales autoridades
del gobierno de turno, y las acciones de penetración e influencia más
sistemáticas, profundas y de largo plazo desarrolladas por estructuras y
órganos estatales especializados que sostienen la continuidad de la
política de los Estados Unidos para asegurar sus intereses permanentes y
la consecución de sus objetivos estratégicos con relación a América
Latina y el Caribe.[49]
En el caso de la política hacia la región, este rol es desempeñado de
manera muy notable por sus órganos militares, tanto regulares como
especiales, así como por sus diversas y polifacéticas agencias de
seguridad e inteligencia[50], cuestión que pareciera merecer una mayor atención por los estudiosos del tema.
También se ha insistido en la
escasez (o incluso total ausencia) de referencias a América Latina y el
Caribe en los documentos estratégicos y en los discursos de los
presidentes norteamericanos, lo que sería otra evidencia de la poca
relevancia de la región en la política exterior de ese país. Se hace así
necesario recurrir nuevamente a lo advertido hace más de una década por
Samuel Pinheiro Guimarães:
Se
podría argumentar que América Latina, al contrario de lo que se
propaga, es de hecho la zona estratégica más importante para los Estados
Unidos. Que no reciba los recursos que juzga merecer, que no reciba el
tratamiento respetuoso y la consideración de que se juzga merecedora, es
otra cuestión. Tal vez no reciba tal atención, mientras otras áreas la
reciben, justamente por encontrarse tan dependiente militar, política,
económica e ideológicamente de los Estados Unidos, a tal punto que sus
autoridades se permiten hoy simplemente no mencionarla en discursos,
programas, relaciones de prioridades y memorias, mientras que los
analistas académicos le dedican apenas una escasa atención. En segundo
lugar, esa ausencia de mención no significa que en Washington no se siga
con especial cuidado la evolución política en América Latina.[51]
La supuesta poca importancia de
América Latina y el Caribe para los Estados Unidos se revela así como
una gran falacia, promovida de manera insistente e interesada desde los
Estados Unidos y sus mecanismos repetidores y formadores de opinión en
el continente, con el objetivo de imponer la noción de que los gobiernos
de la región, si aspiran a ganar espacio en el conjunto de prioridades
norteamericanas, tienen que acatar de manera dócil las reglas del juego
del sistema de dominación imperante. Todo esto, además, bajo el
inaceptable presupuesto de que estar entre tales prioridades es, por
definición, algo muy beneficioso para el país en cuestión. Esta actitud
servil, lógica consecuencia del colonialismo mental de los sectores
oligárquicos y de la derecha pronorteamericana, además de no guardar
correspondencia con la trayectoria histórica de activa injerencia e
intervencionismo por parte del imperialismo norteño contra los países
latinoamericanos y caribeños, constituye un argumento desmovilizador
respecto a la urgente necesidad de acelerar y profundizar los esfuerzos
para construir una región lo más unida, justa y poderosa posible, en
torno a la idea de la Patria Grande latinoamericana y caribeña.
Hacia el fin de la hegemonía
El esfuerzo intelectual
orientado a intentar anticipar los posibles cursos futuros de la
política norteamericana hacia América Latina y el Caribe requiere la
utilización de un enfoque histórico-prospectivo que, por un lado,
considere debidamente todas las fuerzas, factores y tendencias del
pasado que impactan en el presente y, por el otro, aquellos elementos de
cambio que impulsan la conformación de escenarios cualitativamente
diferentes al sistema hegemónico imperante desde el pasado siglo, si
bien este se ha expresado de manera desigual en cada período histórico y
en las distintas subregiones geográficas de América Latina y el Caribe.[52]
Desde una perspectiva
estrictamente histórica, es inobjetable la significación estratégica de
primer orden que ha tenido América Latina y el Caribe durante el proceso
evolutivo de los Estados Unidos desde una incipiente república
independiente hasta la adquisición de su actual estatus como primera y
única superpotencia mundial. Más allá de las diferencias identificables
en los sucesivos gobiernos norteamericanos en cuanto a sus respectivas
políticas, instrumentos, modalidades y estilos particulares
desarrollados, la proyección desplegada por los Estados Unidos hacia
América Latina y el Caribe, desde la proclamación de la Doctrina Monroe
hasta nuestros días, ha estado marcada por una línea de continuidad
impresionante, consistente en apoyarse en nuestra región para fortalecer
su posición dentro de la correlación de fuerzas entre las grandes
potencias y - ya en la condiciones posteriores a la Segunda Guerra
Mundial- desarrollar una estrategia de hegemonía a escala mundial.
En rigor, puede decirse entonces
que esta vocación de control continental ha sido el rasgo más duradero y
constante de la política exterior norteamericana desde su propio
surgimiento. Y si bien las políticas específicas para lograrlo han
tenido variaciones fundamentales, en función de la posición relativa de
los Estados Unidos en cada momento histórico como resultado de los
sucesivos cambios en la distribución del poder a nivel mundial, dentro
de su estrategia global ha permanecido invariable el lugar reservado a
América Latina y el Caribe como una zona geográfica que necesariamente
debe ser controlada y, consustancialmente, negada al dominio o excesiva
influencia de cualquier otra potencia extracontinental.
Como se afirmaba anteriormente,
al finalizar la Segunda Guerra Mundial esta estrategia de control e
influencia sobre las naciones latinoamericanas y caribeñas pudo extender
su alcance geográfico y temático, adquiriendo un nuevo sentido y un
nuevo contenido dentro de un proyecto de hegemonía global, percibido
entonces por los principales estrategas norteamericanos como viable,
lógico e imperativo.
Algunos podrían argumentar que
la anterior descripción ha perdido vigencia y que incluso la Doctrina
Monroe ha sido derogada oficialmente por el gobierno de los Estados
Unidos, en palabras de su propio Secretario de Estado, John Kerry.[53]
Sin embargo, la continuidad de la política de hostilidad activa -más o
menos encubierta, según el caso- hacia todo proceso emancipador en
nuestra región[54],
con el fin último de revertirlos, así como las reacciones contrarias
–también más o menos veladas, según las naciones implicadas- a toda
intensificación de los vínculos entre los Estados latinoamericanos y
caribeños con actores extracontinentales de peso (China, Rusia, India e
Irán), ponen en evidencia la diferencia existente entre un ejercicio
esencialmente retórico como el realizado por Kerry, orientado a ajustar
las formulaciones doctrinarias públicas de los Estados Unidos al actual
contexto político del continente, y la realidad de la permanencia de una
política de control sobre el continente americano, justamente la
quintaesencia de la Doctrina Monroe, basada ahora en el hecho de que los
Estados Unidos no pueden pretender mantener una posición de supremacía
mundial si no son capaces de dominar en lo fundamental y de manera
exclusiva al hemisferio occidental.
Los intereses estratégicos de
los Estados hacia América Latina y el Caribe podrían relacionarse de
manera muy sintética, y sin reflejar necesariamente un orden de
prioridad, de la manera siguiente:
§ Mantener una superioridad abrumadora en el plano estratégico-militar en el continente americano.[55]
§ Preservar,
reproducir y renovar los mecanismos estructurales de dependencia e
inserción subordinada de las economías latinoamericanas y caribeñas en
el sistema económico mundial.
§ Garantizar el acceso, en condiciones ventajosas, a los recursos naturales estratégicos presentes en la región.
§ Maximizar
su participación en los sistemas de propiedad, la base productiva, los
mercados y los sistemas financieros de los países latinoamericanos y
caribeños, buscando asegurar márgenes de superioridad relativa con
respecto a otras potencias extrarregionales.
§ Potenciar
la influencia de los valores ideológicos y culturales norteamericanos, y
asegurar su predominio en los circuitos informativos y del
entretenimiento.
§ Contrarrestar
y controlar, manteniéndolos en niveles tolerables, los fenómenos
transnacionales percibidos como amenazas para la sociedad norteamericana
(tráfico de drogas, crimen organizado y migraciones).
Respecto a las prioridades bilaterales específicas, pueden identificarse las siguientes:
§ La
relación con México. Es el nexo bilateral más intenso de los Estados
Unidos con la región. El comercio con México, país miembro del Tratado
de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), representó en el año
2013 el 60%[56]
del comercio de los Estados Unidos con América Latina y el Caribe, así
como alrededor del 13% de su comercio total a nivel mundial, lo que
sitúa a ese país latinoamericano como su tercer socio comercial más
importante, solo detrás de Canadá y China, y bien por delante de Japón.[57]
Es un interés norteamericano fundamental profundizar el control y la
absorción subordinada de la economía mexicana, incluyendo los recursos
petroleros. El enfrentamiento a la emigración ilegal, el tráfico de
drogas y la actividad criminal en ambos lados de la frontera, sirven de
contexto legitimador de una creciente presencia de personal militar,
policíaco y de seguridad norteamericano en México.
§ La
intensificación de la política de cooptación hacia Brasil. El gobierno
de Obama auspició una creciente institucionalización del diálogo
político, incluyendo los aspectos de cooperación militar y los temas de
seguridad, y proliferaron las iniciativas y programas bilaterales en
materia económica, científica y educacional.[58] El ritmo de avance de este proceso se detuvo a partir de las revelaciones de Edward Snowden sobre el espionaje contra Brasil[59],
pero la parte norteamericana ha insistido en las gestiones para
retomarlo durante el segundo mandato presidencial de Dilma Rousseff.[60]
§ La
ampliación y la profundización de la red de acuerdos bilaterales de
liberalización económica con varios países del continente, en el
contexto de un posible Acuerdo de Asociación Transpacífica (TPP).
§ La
ampliación y la profundización de los acuerdos bilaterales y los
regímenes subregionales cooperativos en materia militar y de seguridad.
La Cuenca del Caribe continúa siendo un área de máxima prioridad en
materia de seguridad. Dentro de ella, tener una presencia militar en
Colombia reviste particular importancia por su ubicación geográfica
equidistante con respecto a los dos extremos del continente americano y
su eventual utilización futura, de considerarse necesario, como punta de
lanza hacia Venezuela, la región amazónica y otros territorios de
América del Sur ricos en recursos naturales.[61]
§ La
realización de todos los esfuerzos posibles para desgastar, subvertir,
derrocar e intentar revertir los diversos procesos emancipadores en el
continente (gobiernos de los países miembros del ALBA-TCP, otros
gobiernos progresistas, así como los procesos multilaterales de
concertación, cooperación e integración regionales).
En el marco del denominado
Sistema Interamericano -que hasta hoy sigue funcionando, en lo esencial,
como el principal instrumento multilateral de su política hacia el
continente, pese a múltiples y sonados tropiezos- el gobierno
norteamericano ha tenido que asumir la participación de Cuba en las
Cumbres de las Américas, lo que ha significado la remoción de uno de los
principales tabús ideológicos derivados de la política de hostilidad y
aislamiento seguida históricamente por la superpotencia norteña contra
la Revolución Cubana.
De manera general, a corto y
mediano plazo, es previsible que los Estados Unidos continuarán
desplegando una sistemática campaña de satanización mediática de todos
los líderes, actores sociales y procesos que se oponen a la dominación
norteamericana, con el correspondiente apoyo a todos aquellos aliados
locales portadores de los intereses retrógrados, imperiales,
transnacionales y oligárquicos. Igualmente, deberá proseguir el estímulo
a la división entre una “América Latina del Pacífico”, supuestamente
bien dispuesta para recibir los beneficios de la globalización
neoliberal, frente a la “América del Atlántico”, limitada por
pretendidos prejuicios neoproteccionistas y nacionalistas anticuados. Y,
finalmente, deberá seguir el discurso orientado a dividir a las fuerzas
y a los gobiernos antineoliberales entre una “izquierda responsable” y
otra que supuestamente no lo es.
Desde el punto de vista
prospectivo, existe el criterio bastante extendido entre los
especialistas de política internacional en el sentido de que el mundo
atraviesa en estos momentos por un proceso de tránsito de un sistema
unipolar hacia uno multipolar, derivado de la crisis de hegemonía del
imperialismo norteamericano y del ascenso de nuevas grandes potencias.[62]
En cualquier caso, como lo ha
sido en el pasado, la correlación internacional de fuerzas, en general, y
la extrema desigualdad existente entre ambas partes en términos de
poder, en particular, seguirán siendo factores determinantes de la
perdurabilidad o no del carácter hegemónico de la política
norteamericana hacia América Latina y el Caribe. Podría anticiparse, por
tanto, que las tendencias y los rasgos dominantes de la política de los
Estados Unidos hacia nuestra región, en el futuro a mediano y largo
plazos, en buena medida dependerán de si se verifica o no en la práctica
el tránsito del sistema internacional hacia una configuración
multipolar.
En caso positivo, parecería
plausible la hipótesis de que, en la medida en que los Estados Unidos
enfrenten una mayor competencia de parte de otras grandes potencias y
tengan mayores dificultades para imponer sus designios en otras regiones
del mundo, la importancia estratégica de América Latina y el Caribe se
evidenciará de manera más clara y, consecuentemente, aumentará el nivel
de prioridad de la región dentro de la política exterior norteamericana,
como vía de reafirmación y soporte fundamental de su estatus como
potencia a nivel mundial. Esto implicaría que, de confirmarse la tesis
de la declinación del poder de los Estados Unidos, con seguridad América
Latina y el Caribe será la última región del mundo a cuyo control
renunciaría. Y si bien tal proceso de declinación podría ser muy
conveniente estratégicamente para nuestra región, creando un contexto
más favorable para el avance y la profundización de su proceso unitario,
su decurso podría conllevar situaciones muy peligrosas, a partir de la
posibles acciones drásticas y desesperadas que podrían desarrollar los
Estados Unidos con el objetivo de reafirmarse sobre el continente
americano, en su afán de situarse en mejores condiciones para enfrentar
la creciente competencia de las otras grandes potencias.
En el escenario contrario, es
decir, de mantenimiento de los Estados Unidos como la primera y única
superpotencia a nivel mundial –o incluso en el caso extremo de un
retorno a la unipolaridad-, nuestra región se mantendría como un
territorio asegurado o controlado en lo esencial en lo que respecta a
sus intereses permanentes o “vitales”, y seguiría fuera del alcance y de
la excesiva influencia de otras potencias extracontinentales, por lo
que su política hacia América Latina y el Caribe no tendría que tener un
elevado perfil ni una mayor asignación de recursos, con independencia
de su valor estratégico subyacente.
La posición dominante en el
continente americano se revela así como una condición necesaria para que
los Estados Unidos puedan pretender el sostenimiento de un proyecto
hegemónico a nivel mundial. En esto radica la importancia fundamental
que, en términos estratégicos, tiene la región de América Latina y el
Caribe para la superpotencia norteña. Pero incluso en el escenario de un
sistema internacional verdaderamente multipolar, la relación con
nuestra región siempre representará un punto de apoyo básico para la
posición norteamericana en un contexto competitivo frente al resto de
las principales potencias.
Mientras los Estados Unidos
disfruten de una enorme superioridad en términos de poder con respecto a
los Estados latinoamericanos y caribeños, no sería realista esperar un
cambio esencial en su estrategia hegemónica. Por tanto, para lograr el
establecimiento de una relación tendiente a la igualdad y a un
tratamiento respetuoso por parte de los Estados Unidos, los países de
nuestra región no tienen otro camino que el fortalecimiento de su propia
posición. Ello puede lograrse por tres vías que se refuerzan
mutuamente: el incremento de sus respectivas dotaciones de recursos de
poder nacional a un ritmo más rápido que el de los Estados Unidos; la
aceleración y la profundización de los procesos concertacionistas,
colaborativos e integracionistas entre los Estados latinoamericanos y
caribeños -que podrían conducir, eventualmente, a la constitución de
entidades políticas mayores-; y el establecimiento de alianzas
extracontinentales para balancear el excesivo poderío norteamericano.
En síntesis, la transformación
de la tradicional política hegemónica de los Estados Unidos hacia
América Latina y el Caribe en otra esencialmente diferente, tendiente al
respeto y la cooperación entre iguales, sin dudas será un proceso
paulatino y sinuoso, y solo será posible con una América Latina y el
Caribe mucho más poderosa, unida y digna.
Roberto M. Yepe Papastamatin
Profesor e investigador del Centro de Estudios Hemisféricos y sobre Estados Unidos
Universidad de La Habana